6 de agosto de 2010

06 de Agosto.- Juan Villoro en Reforma

¿Que informamos?

El secuestro de cuatro colegas el pasado 26 de julio desató una justificada ola de indignación en un país que, de acuerdo con Reporteros sin Fronteras, es el más peligroso para ejercer el periodismo.

En el primer semestre de 2010 fueron asesinados 10 periodistas y 11 están desaparecidos. Mañana, a las 12 del día, una marcha partirá del Ángel de la Independencia a la Secretaría de Gobernación con dos demandas básicas: "Protección y responsabilidad compartida".

El secuestro en Gómez Palacio representa el intento más dramático del crimen organizado por determinar la agenda noticiosa. Pero las presiones y las extorsiones vienen de tiempo atrás. Baste recordar los atentados a las instalaciones del periódico El Mañana en Nuevo Laredo, El Debate en Culiacán y Televisa en Monterrey.

Tan importante como garantizar la seguridad de los periodistas es garantizar la calidad de la información. Para el periodismo, defenderse del crimen también significa defenderse de la atracción noticiosa que suscita. La violencia siempre es espectacular.

En su escalada de terror, los cárteles quieren más espacio. La paradoja es que, en su inercia, los medios ya les han dado demasiado. En las notas del día predomina el registro necrológico; se levanta inventario de las bajas sin investigar quiénes eran. Víctor Núñez Jaime lo explicó así en Este País: "Todos comenzaron a recopilar balaceras y el número de ejecutados del día, haciendo a un lado el contexto y la explicación de los hechos".

Como forma de comunicación, el terrorismo elimina a todas las demás. Quien comete un atentado no concibe otra noticia que el fuego. El narco quiere más espacio. Lo preocupante es que ya tiene demasiado. ¿Cómo llegamos a este entrampamiento?

Sin seguir un burdo dictado, como el que se pretendía imponer en Gómez Palacio, los medios han ido a remolque del crimen, siguiendo rastros de sangre como las migas de pan en el bosque de los monstruos.

El crimen organizado golpea dos veces, primero en el mundo de los hechos y luego en su representación en los medios. De manera indiscriminada vemos decapitaciones, mutilaciones, narcomensajes.

Los periódicos llevan el marcador de fallecidos como si se tratara de deporte mientras los niños de Ciudad Juárez se acostumbran a jugar entre cadáveres (según documentó Judith Torrea para la agencia DPA). La sobreexposición a la violencia puede llevar a dos reacciones extremas: la paranoia que inmoviliza o la banalización que desacredita el mal. Ambas son igualmente nocivas.

El derecho a la información es el principio rector del periodismo. No se trata de censurar ni de maquillar los sucesos. Tampoco se trata de mejorarlos con elogios. Debemos discernir qué se publica. La fotografía de un decapitado, sin más contexto que el horror, no es información. Reproducir los mensajes de las narcomantas sin un discurso oponente no es informar sino ser vehículo de la transgresión.

La realidad del periodismo no está en lo que llamamos "realidad". Como el fotógrafo, el periodista selecciona, enfoca, discrimina. Sin apartarse de la verdad, la reconstruye con sus propios medios para que resulte convincente y entendible. El reportaje no es un espejo que refleja datos, es el relato que los hace comprensibles.

De las acepciones que el diccionario de la RAE ofrece para la voz "información", la que más importa en este caso es la siguiente: "Comunicación o adquisición de conocimientos que permiten ampliar o precisar los que se poseen sobre una materia determinada". Un dato sin contexto no es información, una foto aislada del horror tampoco lo es. Los medios están plagados de hechos sanguinarios que no amplían ni precisan conocimiento alguno.

El crimen organizado usa la violencia como un lenguaje. En su gramática del miedo es posible distinguir autorías: un cártel "encobija", otro "encajuela", otro practica la "corbata colombiana". Exhibir estos crímenes es una cobertura insuficiente.

En la mayoría de las noticias los protagonistas son los asesinos. Sabemos muy poco de las víctimas. Con excepciones (como los notables trabajos de Daniela Rea en este diario), se ignora quiénes son los muertos. Contar los sucesos desde la perspectiva de los caídos es un hecho de sanación colectiva (honrar la pérdida a través de la memoria), pero también de ética periodística (realzar la importancia de la víctima por encima del verdugo). En el vértigo de la violencia se ha impuesto el momento presente: la masacre de hoy sustituye a la de ayer.

Incluso el lenguaje ha sido herido de muerte. Con la mayor naturalidad, los conductores de radio y televisión dicen que alguien fue "levantado". El eufemismo para el secuestro creado por el crimen se convierte así en palabra autorizada.

La solución no estriba en censurar los datos, sino en transformarlos en información, en entendimiento de la realidad. Resistir el embate criminal contra los medios implica no seguir su lógica. La sangre derramada no es noticia. La noticia es la vida que se pierde con la sangre.

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